De los medios a las mediaciones: Comunicación, cultura y hegemonía

Obra fundamental de Jesús Martín-Barbero, ejemplo del destacado trabajo teorico latinoamericano sobre los medios de comunicación y la cultura política (1987). Lo siguente representan páginas claves en que se elabora una teoria socio-cultural de los medios. Descargar libro completo en PDF. Descargar las páginas 220-228, que enmarcan las mencionadas conceptualizaciones.


2. La comunicación desde la cultura

Durante largo tiempo la verdad cultural de estos países [latinoamericanos] importó menos que las seguridades teóricas. Y así anduvimos convencidos de que lo que era comunicación debía decírnoslo una teoría — sociológica, semiótica o informacional —, pues sólo desde ella era posible deslindar el campo y precisar la especificidad de sus objetos. Pero algo se movió tan fuertemente en la realidad que se produjo un emborronamiento, un derrumbe de las fronteras que delimitaban geográficamente el campo y nos aseguraban psicológicamente. Desdibujado el “objeto propio” nos encontramos a la intemperie de la situación. Pero ahora ya no estábamos solos, por el camino había otras gentes que sin hablar de “comunicación” la estaban indagando, trabajando, produciendo: gentes del arte y la política, la arquitectura y la antropología. Habíamos necesitado que se nos perdiera el “objeto” para encontrar el camino al movimiento de lo social en la comunicación, a la comunicación en proceso.

Lo que ni el ideologismo ni el informacionalismo permiten pensar.

Han sido dos las etapas de formación del paradigma hegemónico para el análisis de la comunicación en América Latina. La primera se produce a finales de los sesenta, cuando el modelo de Lasswell, procedente de una epistemología psicológico-conductista, es vertido en el espacio teórico de la semiótica estructuralista, espacio a través del cual se hace posible su “conversión”, esto es, su encuentro con la investigación crítica. Llamo ideologista a esta etapa porque su objetivo estuvo centrado en descubrir y denunciar, articulando aquellas matrices epistemológicas con una posición de crítica política, las estratagemas mediante las cuales la ideología dominante penetra el proceso de comunicación o mejor, para decirlo con el lenguaje de ese momento, penetra el mensaje produciendo determinados efectos. La omnipotencia que en la versión funcionalista se atribuía a los medios pasó a depositarse en la ideología, que se volvió objeto y sujeto, dispositivo totalizador de los discursos. Se produjo así un ambiguo recorte del campo de la comunicación que, subsumido en lo ideológico, acabó sin embargo definiendo su especificidad por aislamiento. Tanto el dispositivo del efecto, en la versión psicológico-conductista, como el del mensaje o el texto en la semiótico-estructuralista, terminaban por referir el sentido de los procesos a la inmanencia de lo comunicativo. Pero en hueco. Y al llenar ese hueco con “lo ideológico” nos quedamos con el recorte —con el comunicacionismo— y sin especificidad. La mejor prueba de lo que estoy diciendo es que la denuncia política que se hacía desde la comunicación no logró superar casi nunca la generalidad de la “recuperación por el sistema”, “la manipulación”, etcétera.

De la amalgama entre comunicacionismo y denuncia lo que resultó fue una esquizofrenia, que se tradujo en una concepción instrumentalista de los medios de comunicación, concepción que privó a estos de espesor cultural y materialidad institucional convirtiéndolos en meras herramientas de acción ideológica. Con el agravante de que reducidos a herramientas los medios eran moralizados según su uso: malos en manos de las oligarquías reaccionarias, se transformarían en buenos el día que el proletariado los tomara en las suyas. Esa era la creencia salvo en ciertos reductos militantes en los que el pecado original de haber nacido capitalistas condenaba a los medios masivos hasta la eternidad a servir a sus amos. El apocalipsis fue la única alternativa a la esquizofrenia. Pero quizá no era más que su doble. Pues en definitiva la ideologización impidió que lo que se indagara en los procesos fuera otra cosa que las huellas del dominador. Y para nada las del dominado y menos las del conflicto. Una concepción “teológica” del poder — puesto que se lo pensaba omnipotente y omnipresente— condujo a la creencia de que con sólo analizar los objetivos económicos e ideológicos de los medios masivos podía saberse qué necesidades generaban y cómo sometían a los consumidores. Entre emisores-dominantes y receptores-dominados ninguna seducción ni resistencia, sólo la pasividad del consumo y la alienación descifrada en la inmanencia de un mensaje-texto por el que no pasaban los conflictos, ni las contradicciones y mucho menos las luchas.

Desde mediados de los setenta se abre paso otra figura precedida de este discurso: “Ya está bien de ideología y de denuncias, seamos serios y empecemos a hacer ciencia”. Entramos así en la segunda etapa que podemos denominar cientifista, ya que en ella el paradigma hegemónico se reconstruye en base al modelo informacional y a un revival positivista que prohibe llamar problemas a todo aquello para lo que no tengamos un método. La crisis que después de los golpes militares en el Cono Sur atraviesan las izquierdas latinoamericanas, con su secuela de desconcierto y de repliegue político, sería un buen caldo de cultivo para el chantaje cientifista. El cortocircuito teórico que se produjo podría describirse así: los procesos de comunicación ocupan cada día un lugar más estratégico en nuestra sociedad, puesto que, con la información-materia prima, se ubican ya en el espacio de la producción y no sólo en el de la circulación. Pero el estudio de esos procesos se halla aún preso de una dispersión disciplinar y metodológica tal que nos hace imposible saber con objetividad qué es lo que ahí está pasando. Estamos entoces urgidos de una teoría capaz de ordenar el campo y delimitar los objetos. Y bien, esa teoría existe ya, sólo que su elaboración ha tenido lugar en un espacio algo alejado de las preocupaciones de los críticos: en el de la ingeniería, y se llama teoría de la información. Definida como “transmisión de información”, la comunicación encontró en esa teoría un marco de conceptos precisos, de deslindes meto- dológicos e incluso de propuestas operativas, todo ello avalado por la “seriedad” de las matemáticas y el prestigio de la cibernética capaces de ofrecer un modelo incluso a la estética. El modelo informacional entra entonces a adueñarse del campo, abonado como estaba por un funcionalismo que sobrevivió en la propuesta estructuralista y en cierto marxismo.

Si al modelo semiótico, al del análisis centrado en mensajes y códigos, le faltó un entramado de conceptos capaz de abarcar el campo y deslindarlo sin amalgamas, el deslinde operado por el modelo informacional deja demasiadas cosas fuera. Y no sólo la cuestión del sentido, sino la del poder. Queda fuera toda la gama de preguntas que vienen de la información como proceso de comportamiento colectivo. Queda fuera el conflicto de intereses que juegan en la lucha por informar, producir, acumular o entregar información, y por consiguiente los problemas de la desinformación y del control. Y al dejar fuera del análisis las condiciones sociales de producción del sentido, lo que el modelo informacional elimina es el análisis de las luchas por la hegemonía, esto es, por el discurso que “articula” el sentido de una sociedad.

Ahora bien, el modelo informacional llega ahí no en base a lo que dice, sino a lo que presupone. Y a ese nivel de los presupuestos es donde se halla la complicidad del modelo semiótico dominante con el informacional: en una “economía” según la cual las dos instancias del circuito —emisor y receptor— se presuponen situadas sobre el mismo plano y el mensaje circula entre instancias homologas. Lo que implica no sólo el idealismo, contra el que ya Lacan planteó la cuestión del código como espacio de dominio revestido de “encuentro”, sino la presunción de que el máximo de comunicación funciona sobre el máximo de información y éste sobre la univocidad del disnicación no es reducible ni homologable a transmisión y medición de información, o porque no cabe —como un baile o un ritual religioso— en el esquema emisor/mensaje/receptor, o porque introduce una asimetría tal entre los códigos del emisor y el receptor que hace estallar la lineariedad en que se basa el modelo.

Por otro lado, el paradigma hegemónico se sustenta en una fragmentación del proceso, que es a su vez convertida en garantía de rigor y criterio de verdad. Esa fragmentación homologa el proceso de comunicación al de transmisión de una información, mejor dicho, reduce aquél a éste. De ahí que convierta en verdad metodológica la separación entre el análisis del mensaje —ya sea éste análisis de contenido o de expresión, de estructuras textuales u operaciones discursivas— y el análisis de la recepción concebida llana o sofisticadamente como indagación acerca de los efectos o de la reacción. En todo caso la fragmentación a la que es sometido, y desde la que es pensado el proceso de comunicación, controla reductoramente el tipo de preguntas formulables delimitando así el universo de lo investigable y los modos de acceso a los problemas.

Pero la verdadera envergadura teórica de la racionalidad informacional reside en su noción de conocimiento: “acumulación de información más clasificación”. La tendencia es entonces a dejar sin sentido las contradicciones por considerarlas no como expresiones de conflictos, sino como residuos de ambigüedad. Nos hallamos ante una racionalidad que disuelve “lo político”. Pues lo político es justamente la asunción de la opacidad de lo social en cuanto realidad conflictiva y cambiante, asunción que se realiza a través del incremento de la red de mediaciones y de la lucha por la construcción del sentido de la convivencia social. De manera que si el primer modelo se resolvía en una concepción instrumental de los medios, este segundo termina en una disolución tecnocrática de lo político. “Si los problemas sociales son transformados en problemas técnicos, habría una y sólo una solución. En lugar de una decisión política entre distintos objetivos sociales posibles, se trataría de una solución tecno-científica acerca de los medios correctos para lograr una finalidad prefijada. Para ello es posible prescindir del debate público; no cabe someter un hecho técnico o una ‘verdad científica’ a votación. El ciudadano termina reemplazado por el experto”. Ahí es donde el cortocircuito señalado halla su punto de cierre: la centralidad de los procesos de comunicación en nuestra sociedad significa, para la racio- nalidad informática, la disolución de la realidad de lo político.

Cultura y política: las mediaciones constitutivas

No son únicamente los límites del modelo hegemónico los que nos han exigido cambiar de paradigma. Fueron los tercos hechos, los procesos sociales de América Latina, los que nos están cambiando el “objeto” de estudio a los investigadores de comunicación. Para percibir esto no hay más que ojear los títulos de seminarios y congresos latinoamericanos sobre comunicación en estos últimos cinco años y constatar la presencia obsesiva de los términos “transnacionalización”, “democracia”, “cultura” y “movimiento popular”. Con la cuestióntrasnacional lo que es nombrado no es la mera sofisticación del viejo imperialismo, sino una nueva fase en el desarrollo del capitalismo, en la que justamente el campo de la comunicación entra a jugar un papel decisivo. Lo que aparece en juego ahora no es la imposición de un modelo económico, sino el “salto” a la internacionalización de un modelo político. Lo cual obliga a aban- donar la concepción que se tenía de los modos de lucha contra la “dependencia”, pues “es muy distinto luchar por indepen- dizarse de un país colonialista en el combate frontal con un poder geográficamente definido, a luchar por una identidad propia dentro de un sistema trasnacional, difuso, complejamente interrelacionado e interpenetrado”. Y como la trasnacio- nalización juega primordialmente en el campo de las tecnologías de comunicación —satélites, telemática—, de ahí que sea en el campo de la comunicación donde la cuestión nacional encuen- tra ahora su punto de fusión. Y ello tanto en el cuadro de las relaciones de clases como en el de las relaciones entre pueblos y étnias que convierten a la Nación en un foco de contradicciones y conflictos inéditos. Conflictos cuya validez social no cabe en las fórmulas políticas tradicionales, ya que están dando naci- miento a nuevos actores sociales que ponen en cuestión la cultura política tradicional tanto en la derecha como en la izquierda. ¿De qué conflictos se trata? No sólo de aquellos obvios que aparecen como el costo social que acarrea la paupe- rización creciente de las economías nacionales y el desnivel por tanto siempre mayor de las relaciones económicas internacionales, sino de aquellos otros conflictos que la nueva situación produce o saca a flote y que se sitúan en la intersección de La crisis de una cultura política y el nuevo sentido de las políticas culturales. Se trata de una percepción nueva del problema de la identidad —por más ambiguo y peligroso que el término parezca hoy— de estos países y del subcontinente. Puesto que la identi- dad no hace frente únicamente a la homogeneización descarada que viene de lo trasnacional, sino a aquella otra, que enmascara- da, viene de lo nacional en su negación, deformación y desacti- vación de la pluralidad cultural que constituye a estos países.

La nueva percepción del problema de la identidad, en conflicto no sólo con el funcionamiento de lo trasnacional, sino con el chantaje en que opera frecuentemente lo nacional, aparece inscrita en el movimiento de profunda trasformación de lo político que conduce en las izquierdas latinoamericanas a una concepción ya no meramente táctica, sino estratégica de la democratización, esto es, en cuanto espacio de transformación de lo. Frente a las propuestas que orientaron el pensamiento y la acción de las izquierdas hasta mediados de los años setenta —organización excluyente del proletariado, la política como te interrelacionado e interpenetrado” social totalización, la denuncia de la trampa parlamentaria burguesa —, en los últimos años se abre camino otro proyecto ligado estrechamente al redescubrimiento de lo popular, al nuevo sentido que esa noción cobra hoy: revalorización de las articu- laciones y mediaciones de la sociedad civil, sentido social de los conflictos más allá de su formulación y sintetización política y reconocimiento de experiencias colectivas no encuadradas en formas partidarias. Lo que se halla en proceso de cambio es la concepción misma que se tenía de los sujetos políticos. A una concepción substancialista de las clases sociales, como entidades que reposan sobre sí mismas, autosuficientes, corresponde una visión del conflicto social como manifestación de los atributos de los actores. Pero entonces “el proceso político, en sentido estricto, no sería productivo, no generaría nada sustancialmente nuevo”. Y sin embargo las relaciones de poder tal y como se configuran en cada formación social no son mera expresión de atributos, sino producto de conflictos concretos y de batallas que se libran en el campo económico y en el terreno de lo simbólico. Porque es en ese terreno donde se articulan las interpelaciones desde las que se constituyen los sujetos, las identidades colectivas. “¿Cómo reflexionar la práctica política —se pregunta Lechner— al margen de los lazos de arraigo colectivo y de pertenencia afectiva que desarrollamos día a día? Pero desenmascarar el sustancialismo racionalista desde el que eran pensados los actores sociales es poner al descubierto aquella visión fatalista de la historia que cobija la concepción instrumental de la política. La cuestión de fondo entonces es que “no existe una ‘solución objetiva’ a las contradicciones de la sociedad capitalista. Por consiguiente se trata de elaborar las alternativas posibles y de seleccionar la opción deseada. El desarrollo no se guia por soluciones objetivas. Por tanto hay que elaborar y decidir continuamente los objetivos de la sociedad. Eso es hacer política”.

En la convergencia del nuevo sentido que adquieren los procesos de trasnacionalización con la nueva concepción que cobra lo político, emerge en América Latina una valoración nueva, profundamente nueva de lo cultural. No faltan quienes piensen que esa valoración es sospechosa: estaría encubriendo la evasión política resultante de la incapacidad para hacer frente a la crisis de las instituciones y los partidos. Esa sospecha acierta para aquellos casos en que “se hace cultura mientras no puede hacerse política”. Pero algo radicalmente distinto se produce cuando lo cultural señala la percepción de dimensio- nes inéditas del conflicto social, la formación de nuevos sujetos —regionales, religiosos, sexuales, generacionales— y formas nuevas de rebeldía y resistencia. Reconceptualización de la cultura que nos enfrenta a la existencia de esa otra experiencia cultural que es la popular, en su existencia múltiple y activa no sólo en su memoria del pasado, sino en su conflictividad y creatividad actual. Pensar los procesos de comunicación desde ahí, desde la cultura, significa dejar de pensarlos desde las disciplinas y desde los medios. Significa romper con la seguridad que proporcionaba la reducción de la problemática de comunicación a la de las tecnologías.

Venimos de una investigación en comunicación que pagó durante mucho tiempo su derecho a la inclusión en el campo de las legitimidades teóricas con el precio de la subsidiaridad a unas disciplinas, como la psicología o la cibernética, y que ahora se apresta a superar esa subsidiaridad a un precio mucho más caro aún: el del vaciado de su especificidad histórica por una concepción radicalmente instrumental como aquella que espera que las transformaciones sociales y culturales serán efecto de la mera implantación de innovaciones tecnológicas. La posibilidad de enfrentar adecuadamente esa coartada pasa por la capacidad de comprender que “el funcionamiento del aparato tecnológico-institucional que se está preparando con la reconversión depende en gran medida de una reconversión paralela de la utilización social de la cultura. Por esa razón un conflicto, hasta ahora tenido por superestructural, se va a solventar a nivel de la estructura misma de producción”. Pasa entonces más que por unas “políticas de comunicación”, por una renovación de la cultura política capaz de asumir lo que hoy está en juego en las políticas culturales. En las que no se trata tanto de la administración de unas instituciones o la distribución de unos bienes culturales, sino de “un principio de organización de la cultura, algo interno a la constitución de lo político, al espacio de producción de un sentido del orden en la sociedad, a los principios de reconocimiento mutuo”.

La historia de las relaciones entre política y cultura está llena de trampas tendidas de parte y parte. Desde una concep- ción espiritualista de la cultura que ve en la política una conta- minación por la intrusión de intereses materiales, y desde una concepción mecanicista de la política que ve en la cultura única- mente el reflejo superestructural de lo que pasa realmente en otra parte. Desde una posición como desde la otra no cabe más relación que la instrumentación. “La verdad es que la política suprime la cultura como campo de interés desde el momento en que acepta una visión instrumental del poder. Poder son los aparatos, las instituciones, las armas, el control sobre medios y recursos, las organizaciones. Tributaria de esa visión del poder, la política no ha podido tomar en serio la cultura, salvo allí donde se encuentra institucionalizada”. De ahí a convertir la política cultural en gestión burocrática, monopolio de agentes especializados no hay sino consecuencia lógica. Pero en los últimos años en América Latina una serie de hechos parecen apuntar hacia un nuevo tipo de comprensión de las relaciones entre política y cultura. Esos hechos son, según José Joaquín Brunner —uno de los investigadores latinoamericanos que mayor contribución ha hecho a la nueva visión de las políticas culturales—, tres: la experiencia en los países bajo regímenes autoritarios, de que los modos de resistir y de oponerse procedieron en buena parte de espacios fuera de los considerados en el análisis tradicional, como comunidades cristianas, movimientos artísticos, grupos de derechos humanos; la percepción de que aún el autoritarismo más brutal no se agota nunca en las medidas de fuerza ni responde únicamente a intereses del capital, sino que hay siempre un intento de cambiar el sentido de la convivencia social modificando el imaginario y los sistemas de símbolos; por último, el hecho de que la cultura merced a la dinámica de la escolarización y a la de los medios masivos se ha colocado en el centro de la escena política y social. Se abre así el debate a un horizonte de problemas nuevo en el que lo redefinido es tanto el sentido de la cultura como el de la política, y en el que la problemática de la comunicación entra no sola- mente a título temático y cuantitativo —los enormes intereses económicos que mueven las empresas de comunicación—, sino cualitativo: en la redefinición de la cultura es clave la comprensión de su naturaleza comunicativa. Esto es, su carácter de proceso productor de significaciones y no de mera circulación de informaciones y por tanto, en el que el receptor no es un mero decodificador de lo que en el mensaje puso el emisor, sino un productor también.

Es en el cruce de esas dos líneas de renovación —la que viene de inscribir la cuestión cultural al interior de lo político y la comunicación en la cultura— donde aparece en todo su espesor el desafío que representa la industria cultural. Porque si no se trata de revivir dirigismos autoritarios tampoco “la expansión de la pluralidad de voces en la democracia pueda entenderse como una ampliación de clientelas de los consumos culturales”. Lo que ya no tendrá sentido es seguir diseñando políticas que escindan lo que pasa en la Cultura —con mayúscula— de lo que pasa en las masas —en la industria y los medios masivos de comunicación—. No pueden ser políticas aparte, puesto que lo que pasa culturalmente a las masas es fundamental para la democracia, si es que la democracia tiene aún algo que ver con el pueblo.

3. Mapa nocturno para explorar el nuevo campo

Sabemos que la lucha a través de las mediaciones culturales no da resultados inmediatos ni espectaculares. Pero es la única garantía de que no pasemos del simulacro de la hegemonía al simulacro de la democracia: evitar que una dominación derro- tada resurja en los hábitos cómplices que la hegemonía instaló en nuestro modo de pensar y relacionarnos.

N. García Canclini.

Perdidas las seguridades que procuraba la inercia y des- plazados los linderos que demarcaban las instancias, es el mapa de los “conceptos básicos”, de que habla Willians, el que necesitamos rehacer. Pero no creo que ello sea posible sin cambiar de lugar, sin cambiar el lugar desde el que se formulan las preguntas. Es lo que expresa en los últimos años la tendencia a colocar preguntas que rebasan la “lógica diurna”139 y la deste- rritorialización que implica el asumir los márgenes no como tema sino como enzima. Con lo cual no se trata de “carnavali- zar” la teoría140 —y no es que no lo necesite—, sino de aceptar que los tiempos no están para la síntesis, que la razón apenas nos da para sentir y barruntar que hay zonas en la realidad más cercana que están todavía sin explorar. Como dice Laclau, “hoy advertimos que la historicidad de lo social es más profun- da que aquello que nuestros instrumentos teóricos nos permiten pensar y nuestras estrategias políticas encauzar”141. Las tentaciones al apocalipsis y la vuelta al catecismo no faltan, pero la más secreta tendencia parece ir en otra dirección: la de avanzar a tientas, sin mapa o con sólo un mapa nocturno. Un mapa para indagar no otras cosas, sino la dominación, la producción y el trabajo, pero desde el otro lado: el de las brechas, el consumo y el placer. Un mapa no para la fuga, sino para el reconocimiento de la situación desde las mediaciones y los sujetos.

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